lunes, 26 de noviembre de 2012

Toledo: la pequeña capital medieval de España


A Toledo se llega en un suspiro. Pero a ese corto viaje espacial se le suma uno en el tiempo, como si por arte de magia hubiéramos retrocedido varios siglos y nos encontrásemos en plena Edad Media. Nada más contemplar esta pequeña, homogénea y laberíntica ciudad amurallada de color marrón resguardada y adornada a la vez por el cauce del río Tajo hasta el más sobrio es capaz de echar a volar su imaginación y entrar de lleno en un mundo antiguo de guerras de poder y luchas a espada, nobles y plebeyos, mercaderes y artesanos, bufones y reyes, caballeros y princesas.  Plagada de historia –nació como un pequeño asentamiento en la Edad de Bronce y creció de la mano de los romanos, los visigodos, los musulmanes y los cristianos-, de cultura, de arte y de leyenda, es difícil encontrar una ciudad que ofrezca tanto condensado en tan poco espacio. Ese es uno de los poderes de Toledo, la capital medieval de un país tan rico culturalmente como el nuestro.

Podríamos decir que la ciudad no tiene casco histórico, es toda ella un casco histórico, y de ahí su inclusión como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Su riqueza en un espacio reducido la convierte en un lugar perfecto para pasar un día o dos pateando sus callejuelas, sus plazas, sus sinagogas, sus puentes, su catedral, su alcázar, sus múltiples y sobrias iglesias y las increíblemente bien conservadas murallas que la circundan. No debe caber duda de que cada día en sus calles será un día aprovechado y de que cada nueva visita no será en balde, pues la tranquila aunque viva Toledo encierra muchos motivos por los que regresar y -por mucho que se haya visitado- muchas cosas nuevas que ver.

La primera impresión es la que suele quedar, y entres por donde entres es difícil que no sea inmejorable. No en vano estamos ante una de las ciudades más bonitas de España, y eso ya es mucho decir. Puedes  optar por verla con distancia, como si contemplaras una postal, desde el Parador de Turismo, disfrutando de su armonía medieval y de la belleza de su enclave; rodearla por abajo, siguiendo el sinuoso cauce del Tajo; entrar a ella a pie desde los preciosos, monumentales y magníficamente conservados puentes de Alcántara o de San Martín; o atravesar la puerta principal, la imponente Puerta de Bisagra.  Las vistas son impresionantes en casi cualquier sitio, no solo desde fuera de la localidad sino en muchos puntos de ella. Su altura y ubicación suponen una gran baza a favor en ese sentido.

El principal punto de encuentro de la ciudad, toda vez que es uno de los pocos espacios amplios de los que consta en su núcleo y debido a su cercanía a muchos puntos de interés de la urbe, es la plaza de Zocodover, bonito espacio que ya desde la Edad Media era el centro de Toledo pues acogía multitud de eventos festivos, mercantiles… y fúnebres (ejecuciones). Muy cerca de allí se encuentra el imponente Alcázar, monumental y sobrio edificio de planta cuadrada que acoge la Biblioteca de Castilla-La Mancha y el Museo del Ejército y antesala además de unas bonitas vistas (como cualquier punto elevado de Toledo, todo sea dicho).

Dejamos la plaza y seguimos nuestro camino a pie internándonos en las callejuelas del centro. Solo algún que otro turismo atraviesa con cuidado las estrechísimas calles para recordarnos que seguimos en el siglo XXI y que el viaje temporal es únicamente imaginario. Cuando uno se echa a un lado para dejarle pasar  -contemplando de paso el escaparate de una de las millones de tiendas de armas existentes, repleto de relucientes armaduras, espadas, escudos, dagas  y ballestas-,  se piensa que debería estar prohibido el paso de vehículos por la zona centro de la capital castellano-manchega a excepción de los caballos y los carros de bueyes. ¡Que estamos en la Edad Media!

Llegamos a otra de las joyas de la corona, que ya es mucho decir, de este museo medieval al aire libre que es Toledo: la catedral. Encajada en las callejuelas adyacentes, relativamente pequeña y con menos nombre que otras españolas como la de Salamanca, la de Santiago o la de Palma, Santa María es sin embargo una auténtica maravilla de estilo gótico que resalta por su imponente fachada principal, su única torre, su fantástico claustro y sus espectaculares vidrieras, que en los días de sol inundan de colores su intenso blanco interior.  A dos pasos de la catedral también se encuentra el museo de uno de los grandes pintores de todos los tiempos, Doménikos Theotokópoulos ‘El Greco’, que pese a haber nacido en Creta vivió en Toledo y produjo la mayor parte de su obra en la Ciudad Imperial.

No se puede hablar de esta localidad sin recordar la importantísima impronta de los judíos en ella, la más grande que se ha dejado en una ciudad de España. La judería ocupa un amplio espacio del centro histórico y en ella brillan especialmente sus dos fantásticas sinagogas, la del Tránsito -que acoge el Museo Sefardí- y la de Santa María la Blanca. La visita de ambas se ha convertido en un fantástico modo para acercarse a la cultura judía, que convivió en Toledo con la musulmana y la cristiana durante largas épocas en uno de los ejemplos de tolerancia que nos ha dejado la historia.     
  
Antes de completar la vuelta por la Ciudad Imperial no podemos dejar de lado la visita al Monasterio de San Juan de los Reyes, espectacular edificio gótico construido durante el reinado de los Reyes Católicos. Tanto su fachada como su interior resultan sorprendentes, al igual que las amplias vistas desde la terraza que se encuentra a su vera.
   
Tras este pequeño pero intenso paseo lleno de cuestas y de puntos de interés se impone un poco de descanso. La sencilla, rotunda y sabrosa gastronomía toledana, en la que destacan carnes como el cochinillo o el cordero, los platos de caza y los dulces –especialmente el popular mazapán- o la vida nocturna (que resulta animada para una ciudad pequeña) nos lo pueden dar, ofreciéndonos además otras opciones de ocio que complementen la visita turística. Pero sin desmerecer ambos poderes considero que Toledo se disfruta realmente al aire libre: contemplándola desde un mirador, perdiéndote en su laberinto de callejuelas o sentado con un bocadillo ante la fachada de su catedral. Ahí se encierra la esencia de la pequeña y maravillosa capital medieval de España. 

lunes, 12 de noviembre de 2012

Amsterdam: la personalidad de una ciudad única


Si las capitales europeas fueran mujeres podríamos decir que París sería elegante, Roma espectacular, Praga bonita, Berlín moderna y Madrid divertida. Pero quizás la chica de más atractiva del grupo, la más interesante y la de mayor personalidad sería la pequeña Amsterdam, capital de Holanda y seguramente la urbe más original del Viejo Continente.

Por encima de su innegable belleza, de su amplia y rica historia y de su interés cultural  Amsterdam destaca por su especial personalidad, por un carácter único que le hace diferente al resto de las ciudades y que provoca que el foráneo se sienta como en casa desde el primer segundo en el que pisa la Estación Central. Tan variado y heterogéneo resulta el ‘paisaje urbano’ que el viajero se siente por un lado diferente al resto y por otro totalmente integrado en ese amplio crisol de personas de diferentes razas, sexos, pintas, estilos, edades, lenguas y clases sociales que conviven en armonía. Vayas como vayas, seas como seas, vengas de donde vengas allí no vas a llamar la atención.  A eso ayuda también el agradable carácter de los holandeses, simpáticos y extrovertidos por una parte y educados, respetuosos e independientes por la otra.

Hay otras muchas características que hacen de Amsterdam una ciudad llamativa y diferente, algunas que sin discusión son positivas –su profundo respeto por el medio ambiente, su tolerancia, su carácter práctico- y otras que dan lugar a debate como el permiso para consumir y vender drogas blandas en los populares Coffee Shops o la exposición de las prostitutas en escaparates en el también conocido Barrio Rojo.  Sin entrar en juicios morales lo cierto es que ambos factores le han dado una mayor fama internacional (buena y mala) a una ciudad que sin embargo tiene mucho que ofrecer más allá de sexo, drogas y rock n roll.

Otro rasgo inconfundible de Holanda en general y de su capital en particular es la pasión exacerbada que sienten los ‘elfos’ –los holandeses son rubios, altos y tirillas- por las bicicletas, un medio de transporte sano y práctico que convive con el tranvía y con algún coche despistado, perfecto para una ciudad llana, plagada de calles estrechas y relativamente pequeña como Amsterdam. Hay millones de bicis en la urbe, ya que mayores y niños la utilizan frecuentemente para desplazarse. La bicicleta resulta una muy buena opción si queremos recorrer el municipio, aunque se recomienda comprar un buen candado o rezar para que no te la ‘manguen’, que puede suceder. Si no, a pie se llega fácilmente a todos los lados. E incluso en barco…

Lo del barco me recuerda que llevamos cuatro párrafos y no habíamos hablado aún de otro de los distintivos de Amsterdam. Se trata de los canales, que atraviesan a modo de tela de araña la zona céntrica de la localidad, embelleciéndola y dándole una mayor personalidad todavía. Coger una barca y dar una vuelta por la ciudad, pasando por debajo de los pequeños y coquetos (odio ese adjetivo, pero es el que le va al pelo) puentes de ladrillo plagados de bicicletas, es otra experiencia ineludible. Tampoco debe estar mal hacerlo en el Día de la Reina, uno de los mayores ‘fiestones’ de Europa, que tiene lugar el 30 de abril y en el que la ciudad se abarrota de gente con ganas de diversión.


Además de las bicis, los puentes y los canales el cuadro del paisaje urbano característico de Amsterdam  no podría completarse sin otros elementos genuinos que le añaden encanto: las características casas con tejado escalonado de colores oscuros (rojo, marrón, negro), muchas de las cuales proceden de los siglos XVII y XVIII; las clásicas iglesias estilizadas con brillantes relojes dorados que sobresalen entre ellas; las originales casas-barco, en una de las cuales curiosamente solo viven gatos; los bonitos y agradables parques, entre los que destaca sin duda el Wondelpark; los habituales mercados callejeros, como el que se instala en la plaza del Dam; las luces de neón que adornan por la noche sus múltiples cafés y restaurantes… Atractivos, desde luego, no faltan.

Tampoco son escasos en el aspecto cultural, con tres principales banderas. Una es el descomunal Rijksmuseum, el Museo Nacional de Amsterdam, amplísimo y espectacular edificio que acoge una descomunal y agotadora exposición artística cuya joya de la corona es la pintura: Hals, Rubens, Vermeer… y por encima de todo Rembrandt, cuya obra maestra y uno de los cuadros más famosos del mundo, ‘La Ronda de Noche’, está allí expuesto.

A su lado, más pequeño y ligero de visitar y también de un valor incalculable, se encuentra el Museo Van Gogh, sede de una fantástica colección de 200 cuadros y 550 bocetos y dibujos dedicada al legado del conocidísimo genio postimpresionista. Sobra decir que sus creaciones más populares, como ‘Los girasoles’, ‘Autorretrato con sombrero de paja’ o ‘El dormitorio’,  descansan allí. Por si esto fuera poco los visitantes pueden contemplar además obras de otros mitos de la pintura como Gauguin, Monet, Picasso o Toulouse-Lautrec.


En mi opinión la última visita cultural ineludible de la ciudad es la casa de Ana Frank. Allí habitó la niña que creó el famoso diario en el que relataba su vida y la de su familia durante la II Guerra Mundial  y en el que reflejaba las muchas penurias que pasaron allí durante varios años para esconderse de los nazis. Emotivas memorias de un alto valor humano e incluso periodístico que con el paso de los años se convirtieron en un éxito universal. La obra es sencilla, sincera, cruda y conmovedora,  y una gran manera de acercarnos a ella es pasarnos por el número 267 de la calle Prinsengracht de la capital holandesa. Indispensable.

Es cierto que Amsterdam no es una urbe que destaque por sus edificios históricos, pero no se pueden obviar algunos como la mastodóntica y sin embargo elegante Estación Central o como el Ayuntamiento.  Los amantes de las flores tendrán además en la ciudad un paraíso, lleno de mercados y de puestos callejeros, así como los de los diamantes -millares de comercios y el Museo del Diamante-, los del balompié -Holanda es un país de gran peso y afición futbolera y en su capital se encuentra el mítico Amsterdam Arena- o los de la cerveza -los Países Bajos cuentan con una importante tradición en lo que respecta a esta universal bebida, como demuestra el Museo Heineken-.  

Después de tanto halago a esta increíble ciudad como no todo en Amsterdam va a ser ‘Los mundos de Yupi’ habrá que hablar un poco de lo malo, ¿no? Citaremos tres aspectos negativos que nos deja la ciudad: el primero, por decirlo de un modo fino, la realidad de que la cocina holandesa no se encuentra precisamente entre las más famosas y prestigiosas del mundo (a excepción de los variados y ricos quesos);  el segundo el idioma, imposible; y el tercero, que el revuelto clima no suele ser un compañero agradable de viaje. Pero las tres cosas tienen solución: la primera, atreverse con las especialidades neerlandesas, tirar de bocata o acudir a restaurantes de comida internacional; la segunda, hablar  en inglés, idioma en el que los holandeses se desenvuelven como pez en el agua; y la tercera, rezar para que haga buen tiempo (también salen días buenos allí, doy fe) o llevar un buen abrigo y paraguas y tirar de un dicho español: a mal tiempo, buena cara.

Para los fiesteros, para los románticos, para los hedonistas, para los tranquilos, para los aficionados a los burdeles y a las drogas, para los amantes de la historia o de la pintura, para los gays, para los urbanitas, para los consumistas, para los inquietos, para los que buscan sorprenderse, para los ecologistas... En definitiva a la peculiar Amsterdam, una ciudad apta para todos los públicos,  le sobran los motivos para una visita. Solo se pide un requisito: ser mínimamente tolerante.