domingo, 31 de marzo de 2013

Tenerife: todas las Islas Canarias en una


 
12 reportajes ya en este blog y no había hablado aún de las maravillosas Islas Canarias, un crimen que no dejaré pasar una semana más.  Esta Comunidad Autónoma española rodeada de Atlántico por todos lados es una región especial, mágica, tan diferente a todo en la Península y por otro lado tan nuestra, que puede presumir además de una personalidad propia, de un sello diferencial. Desde que visité las Islas Afortunadas (qué nombre tan apropiado) por primera vez ya he estado allí en cinco ocasiones, y las que me faltan. Desde el primer momento me engancharon las Canarias, con las que me une desde entonces no una vinculación familiar ni cultural, sino un lazo mucho más importante aún: el emocional.

Es difícil llegar a las Canarias y no encariñarse con ellas: sus paisajes imposibles modelados por el vulcanismo, su inmensa variedad natural, sus especies endémicas, sus playas repletas de vida, su arquitectura colonial, sus papas con mojo, su eterno clima de verano suave, su música relajante,su tranquilidad y alegría. Y, sobre todo, su gente, que es también parte del fantástico patrimonio del que pueden presumir las islas. Gente tranquila, bondadosa, sencilla, que mira siempre la vida con calma y una sonrisa en la cara; gente que te hace sentir como en casa, que transmite siempre un modo de ver la vida envidiable para el peninsular (o godo, como nos llaman los isleños). Sumergirte en las Canarias supone así bajar las revoluciones, relativizar los problemas y mirar la vida con optimismo, aunque sea por unos días: un efecto tila que genera endorfinas, en definitiva.

Mi puerta de entrada a las islas fue Tenerife, y resultó un acierto la elección: esta ínsula, la mayor del archipiélago, es todas las Canarias en una, pues concentra y sintetiza en su paisaje, clima, arquitectura y gente todas las virtudes de las también maravillosas islas que la rodean. Su corona de reina de las Canarias (perdón a los grancanarios) la pone el grandioso Teide, el monte más alto de España, que vigila y domina a las otras islas y al Océano Atlántico por encima de un casi perpetuo mar de nubes.

Sin embargo no se puede dejar de lado la realidad de que no todo en Tenerife es perfecto, como en cualquier lugar. La cara sur de la isla resulta estéticamente fea -un amplio, aburrido y anodino escenario de color terroso- y el turismo de masas y la especulación urbanística en algunas partes han alterado su esencia y deteriorado su entorno.

Quedémonos mejor con lo bueno, con todo lo increíble que esta isla tiene que ofrecernos. Dejaremos de lado, eso sí, la mitad sur de la misma, una inmensa masa de tierra y piedra de color marrón que conforma un paisaje anodino, seco y sin interés. Si acaso citaremos las buenas playas del suroeste -Las Américas, Los Cristianos-, que están plagadas de alemanes, ingleses y megaestructuras hoteleras; las supuestamente antiguas pirámides de Güimar, que resultan ser un fraude pues su origen data simplemente del siglo XIX; y alguna localidad costera interesante y agradable como es el caso de Candelaria, donde se encuentra la patrona de las Islas Canarias. Tampoco nos detendremos demasiado en la capital, Santa Cruz de Tenerife, un amplio municipio costero que no llama la atención ni por bonito ni por feo aunque cuente, como toda capital que se precie, con numerosos puntos de interés: la Plaza de España, el Auditorio, museos, iglesias y playas cercanas…

Pero vamos con lo realmente interesante a mi juicio (y al de muchos) de la isla: la cara norte, que gracias a su diferente clima –la gran barrera del Teide resulta decisiva- presenta un aspecto totalmente diferente al sur: una frondosa vegetación que forma suaves lomas, que siempre con el gigante vigilando descienden hacia el revuelto Atlántico. Dragos (el símbolo de las Canarias), plataneras, tabacaleras, cactus y diversidad de especies vegetales y campos de cultivo pintan de verde el paisaje de la preciosa zona norte tinerfeña.  

Empezamos nuestra visita norteña dando un paseo por La Laguna, antigua capital del país y cuya belleza, historia y armonía sonrojan a la cercanísima Santa Cruz. Se trata de un municipio agradable y tranquilo, prácticamente llano, empedrado y plagado de casas de colores de estilo colonial que recuerdan inevitablemente a Hispanoamérica (muchas veces se tiene esa sensación en las Canarias). San Cristóbal de La Laguna, núcleo urbano más antiguo del Tenerife merced a sus 500 años de vida y Patrimonio de la Humanidad es un perfecto lugar para una vuelta relajada y contiene además muchos edificios de interés cultural tales como la Catedral, la Iglesia de la Concepción, el museo de la Ciencia y el Cosmos y el de la Historia, El Palacio de Nava, la Plaza del Adelantado, el Santuario San Francisco de Venara o sus numerosas casas señoriales.

Salimos de La Laguna y cambiamos de tercio, pasando de una ciudad interesante a la naturaleza salvaje que desborda la Península de Anaga, al noreste de Tenerife. Se trata de un área increíblemente frondosa y montañosa, envuelta a menudo en una densa niebla, que además se mantiene prácticamente virgen al no haber caído en las redes del turismo. Sólo algunas poblaciones pequeñas aparecen en el exceso de paisaje de una zona perfecta para realizar senderismo entre la montaña y el mar.

Nuestro siguiente destino, yendo hacia el oeste, es el Puerto de la Cruz, agradable población de tamaño mediano que no ha perdido su encanto pese a su fuerte poder de atracción turística. Pegado al mar, en lo más bajo del suave aunque inmenso descenso de color verde desde el rey Teide, es un municipio que mezcla de una manera equilibrada el urbanismo moderno y el antiguo, la vanguardia y la tradición, su carácter canario con la influencia foránea. El casco viejo, las fortificaciones defensivas, el puerto o el Loro Parque son algunas de sus atracciones, pero su mayor baza es Playa Jardín, una bonita ensenada de arena negra custodiada por un mar de vegetación. La mejor playa de Tenerife en mi opinión, por el lugar en sí y por sus bonitas vistas.

Un poco más arriba se encuentra La Orotava, que da nombre al valle que acoge ambos municipios. Es una bonita y próspera población que condensa como pocas el estilo arquitectónico de las Islas Canarias, amén de sus costumbres y modo de vida. Las casas señoriales de estilo colonial, con elegantes y coloridos balcones de madera, son su sello distintivo, y acoge numerosos y pequeños museos que recogen las tradiciones de las islas.

Salimos de nuevo a la carretera del norte y siguiendo hacia el este nos encontramos otro lugar con encanto: Icod de los Vinos. Población con un interesante, sencillo y cuidado casco antiguo colonial, en el que el blanco de las casas y el color madera de los balcones predomina… y que presume por encima de todos de su drago, el Drago Milenario. Este árbol de una especie tan curiosa –endémica de Canarias, Madeira, Azores y Cabo Verde- es el más antiguo de las Islas Afortunadas y se ha convertido en uno de sus símbolos. Se trata de un gran ejemplar de entre 500 y 600 años que atrae las miradas sorprendidas de los muchos turistas que se dejan ver por Icod.

A pocos kilómetros se encuentra Garachico, otra bonita y tranquila localidad que saca pecho gracias a sus piscinas naturales, su puerto y, sobre todo, su rica historia. Basta con decir que los padres de Simón Bolívar, uno de los héroes de la emancipación americana, nacieron allí.

En la punta noreste, si el conductor se ha atrevido a atravesar una más que preocupante zona de desprendimientos hasta llegar a la recóndita y árida punta de Teno, coronada por su famoso faro, el paisaje nos regala una vista espectacular: la de los Acantilados de los Gigantes, descomunales paredes verticales de hasta 600 metros que mueren en el mar, y que los guanches consideraron en su día el fin del mundo. Bien desde tierra firme o desde cualquiera de los muchos barcos que se acercan a ellos la visión de esta maravilla de la naturaleza es estremecedora.

Más estremecedor resulta todavía hacer la ruta de montaña que conduce a la pequeña villa de Masca, recorriendo una carretera sinuosa y estrecha rodeada de barrancos , que parece diseñada por el mismo demonio y que pondrá los pelos de punta al más pintado. En algunos tramos simplemente no caben dos vehículos a la vez, por lo que si se cruzan uno de los dos debe descender, con el precipicio debajo, hasta llegar a alguna curva que permita el paso. El espectacular y rotundo paisaje que rodea al viajero por todos lados compensa en mi opinión el susto que está obligado a pasar si corre sangre por sus venas.

Tenerife provoca emociones intensas en el viajero, pero nos hemos dejado el plato fuerte para el final: el rey Teide, el monte más alto de España y que a su grandeza une una belleza y originalidad tales que se ha convertido en una cima mítica. Realizar el ascenso hasta él es la mejor experiencia que se puede tener en Tenerife, sin duda: primero atravesando un frondoso bosque de pinos canarios, plagado de miradores por encima de las nubes, para luego alcanzar un desierto de mil colores fruto de la naturaleza caprichosa del volcán que desemboca en el tramo final del coloso. Boquiabierto a cada segundo que pasa, el viajero trata de asimilar la sobredosis de colores y formas originales que devora sus sentidos, sin conseguirlo.

La carretera muere a más de 2.000 metros en la base de la parte alta del Teide, desde donde tocará coger un funicular -si no se quiere ir a pie- para recorrer los últimos cientos de metros y alcanzar casi la cima. Desde allí (habiendo pedido un permiso antes, pues el acceso está controlado) se deberán recorrer, ya a pie, más de 150 metros para alcanzar tras un camino de rocas los 3.717,98 de los que presume el gigante de España en su cima. Parece fácil pero no lo es, ya que a esa altura el oxígeno escasea y el corazón se acelera cada pocos pasos: tanto, que un cartel recomienda parar frecuentemente para no tener un susto cardiaco. Es cierto, ya que notas cómo el corazón se dispara e incluso las piernas flaquean si das tres o cuatro pasos de más.

Pese a todo, no es peligroso tomando las precauciones oportunas, y el premio que espera es descomunal. Tras un último tramo en el que no habría sorprendido encontrarse al demonio, entre gases volcánicos y un fuerte olor a azufre que emana el interior del volcán, se alcanza el punto más alto de España. Coronar su cima provoca una alucinante sensación de plenitud, por  dos motivos: primero, la increíble belleza natural que envuelve al caminante, fruto no sólo del irreal entorno volcánico que le rodea, sino de la visión en un día despejado del mar y las otras islas y en uno más cubierto de la vista de otro mar, el de nubes que abraza la cúspide del gran volcán; y segundo, por esa satisfacción infantil que se siente siempre al alcanzar un lugar límite, un récord nacional, una cota terrestre. Resulta difícil asumir en un lugar como esos que en algún momento te tienes que marchar.

Eso mismo sucede al coger el avión que te devuelve a la Península, una nostalgia inmediata de lo que acabas de vivir y, sobre todo, de sentir. Pero las Canarias están siempre ahí, tan cercanas y diferentes a todo a la vez, y cuando sales de ellas sabes que esa despedida no será nunca un adiós, simplemente un hasta luego.

viernes, 8 de marzo de 2013

Budapest: un placer para los cinco sentidos

Contemplar el grandioso Parlamento, asomarse al Danubio desde el Bastión de los Pescadores o recorrer con la vista la descomunal y legendaria Plaza de los Héroes (o la belleza de alguna chica húngara, perdón por el apunte infantil); recompensar primero el olfato y después el gusto saboreando un exquisito plato tradicional como el gulash; premiar al tacto con un baño de aguas termales y/o un masaje en uno de los numerosos y tradicionales balnearios de la ciudad; o escuchar todo tipo de música, desde la clásica con la que los artistas callejeros regalan el oído del paseante o la moderna, en todas sus manifestaciones (rock, pop, chill-out, rap, dance, hip-hop, electrónica, reggae, trip-hop) , que se puede escuchar en los variados y siempre animados locales de la capital húngara… . Eso nos ofrece Budapest: regalos constantes para nuestros cinco sentidos.
 
Siendo realmente bonita, esta gran urbe no sobresale tanto por su belleza como por la variedad de placeres que ofrece al visitante, quien recompensará todos sus sentidos a nada que decida aprovechar bien su tiempo allí. Podríamos definir Budapest como una ciudad completa, pues sea cual sea el interés del viaje (cultural, arquitectónico, gastronómico o de ocio) resultará difícil quedar decepcionado. Más aún si buscas disfrutar de todas las posibilidades que ofrece la localidad a la vez.
 
La ciudad nació fruto de la unión de dos municipios, Buda y Pest, situados a ambos lados del Danubio, que decidieron anexarse para compartir así sus poderes: la pequeña, montañosa y señorial Buda y la amplia y llana Pest. Pese a sus evidentes diferencias, o quizás gracias a ellas, conforman un conjunto  urbano muy interesante que embellece el gigantesco y popular río que las une.
 
Empezaremos hablando de Buda, que preside sin discusión su majestuoso castillo. Creado en el siglo XV, ha resurgido de sus cenizas una y otra vez sobreviviendo de esa manera a las numerosas batallas que le ha tocado sufrir, la última de las cuales (en la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis se refugiaron allí) le dejó prácticamente en ruinas. Hoy es uno de los principales símbolos de la ciudad gracias a su historia, su magnitud y su fabulosa ubicación.

Recorriendo un poco más Buda llegamos a otro lugar espectacular, el Bastión de los Pescadores, original fortaleza defensiva más moderna de lo que se cree (1902), que cuenta con siete fabulosas torres que representan a las siete tribus fundadoras de Hungría y que también sirve como un fantástico mirador del Danubio y de Pest. Pegada al bastión se encuentra la maravillosa iglesia neogótica de Matías, que resalta gracias a su elegante estructura y gran colorido tanto por dentro como por fuera.
Perderse en las elegantes callejuelas de Buda no será nunca una pérdida de tiempo, aunque se antoje necesaria otra importante visita en esta parte de la ciudad: la subida a la Ciudadela, fortaleza rodeada de un frondoso bosque y coronada por un ángel que, una vez más, regala unas vistas impresionantes. 

Bajamos de la colina, bien a pie o bien utilizando el popular funicular, y llegamos al margen del grandioso río, el Danubio, el segundo más largo de Europa (casi 3.000 kilómetros) y sin duda el más popular del Viejo Continente. Esta inmensa masa de agua cristalina que adorna y embellece la ciudad posee a la altura de la capital húngara una brutal anchura de aproximadamente medio kilómetro, convirtiéndole en protagonista de casi cualquier instantánea que se tome a la urbe. Por supuesto que tanto de día como de noche (gran opción también pues Budapest está fantásticamente iluminada) existe la posibilidad de coger un barco que lo recorra; las vistas son fantásticas, el único problema reside en hacia cuál de las dos orillas mirar.
 
No desmerece al Danubio el magno Puente de las Cadenas (1.853), el más conocido de los pasos que lo atraviesan. Dos leones de piedra lo vigilan a cada lado, y cerca de ellos parten las pesadas cadenas que lo sostienen. Parándote a contemplarlo te sientes insignificante, es sobrecogedora su magnitud (de largo, ancho y alto) pero más aún lo es el aire de grandeza que desprende esta imponente mole, símbolo del fuerte carácter de una ciudad orgullosa, magna y con un rico pasado. Hungría presume de él, y lo puede hacer gracias a los colosales monumentos que luce. 
 
Y como muestra, otro botón. Entrando en Pest y siguiendo la orilla del río no nos será complicado encontrar el Parlamento, descomunal edificio neogótico (de hecho es el más grande del país) construido entre finales del XIX y principios del XX y que nos recordará inevitablemente al de Londres –en el que está inspirado- aunque en otro color: si el británico se caracteriza por su color ocre aquí las paredes son de un blanco radiante y los tejados, entre los que destaca la inmensa cúpula, rojos. Si ya sorprende el elegante exterior también lo hará el interior, con nada más y nada menos que 691 salas plagadas de tesoros y obras de arte. 
 
  La grandeza de Budapest se manifiesta de nuevo adentrándonos en el interior de Buda atravesando una de sus amplias avenidas, la Andrassy -plagada de ricos e imponentes edificios-y situándonos en el centro de la Plaza de los Héroes. Se trata de un mastodóntico espacio urbano circundado por imponentes estatuas de los reyes, gobernantes y héroes del país desde la Edad Media, que dan fe del pasado de esta pequeña nación. Gobierna la plaza el Memorial del Milenio, que acoge las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país en el siglo IX y de otras personalidades de la historia húngara. A la nostálgica Hungría le gusta recordar.
 
Pegado a la plaza está el parque del Retiro húngaro, el Városliget, que sin ser tan bonito como el madrileño resulta un lugar amplio y agradable y posee además dos lugares de gran interés: el original Castillo Vajdahunyad, cuya arquitectura mágica copia la de otros edificios existentes en Hungría, y los populares baños Széchenyi, los más conocidos de la ciudad. Pero el capítulo de los baños húngaros lo dejamos para otro párrafo.
 
Inevitable es al referirse a Budapest no hablar del fuerte sello comunista que ha dejado la ocupación rusa hasta casi ayer, palpable en toda la ciudad en forma de grandes monumentos y anodinos edificios, especialmente en el distrito de Obuda. Pero, al contrario de lo que sucede en otros países como la República Checa o Polonia, en Hungría la gente tiene un carácter mucho menos reservado. Los húngaros son simpáticos y abiertos, rompiendo en parte el tópico referido a la frialdad humana en los países del Este. Además, comunicarse con ellos en inglés resulta sencillo y una opción más asequible que usar el imposible (para nosotros) magiar.
 
En la gran Budapest hay muchos más puntos de interés, entre las que destacaremos la agradable Isla Margarita, situada en el centro del Danubio, edificios monumentales como la Ópera o la Basílica de San Esteban, históricos como la Sinagoga u originales como la Basílica Rupestre, excavada en la roca del Monte Gellért.   

Imágenes: Fotopedia
Pero como esta ciudad no sólo sirve para hacer turismo sino también para vivirla, hablaremos ahora de la Budapest disfrutable. Algo que no se puede separar de sus populares baños públicos, que suponen el pasatiempo favorito tanto de los locales como de los turistas. Gozan de gran tradición no sólo en la capital sino en toda Hungría, sus precios no son elevados y se han convertido en una opción fantástica de relax y socialización. Aguas termales y gélidas, corrientes de distinta fuerza, espacios de diferentes temperaturas, masajes, saunas, piscinas interiores y al aire libre… conforman el mundo de los balnearios y suponen un relajante pasatiempo que no se puede disociar del Hungarian way of life.  Los Széchenyi, más populares y económicos, suponen una muy buena opción (doy fe), así como los más refinados, suntuosos y caros Gellért.
 
Pero en Budapest se puede disfrutar de mucho más: de su afición por la música, como sucede en casi todo el centro y el este de Europa; de su intensa vida nocturna; de su exquisita, abundante y contundente comida, entre la que destaca el sabrosísimo gulash (estofado de ternera , que suele ir acompañado de arroz y ensalada); de una vuelta en sus tradicionales tranvías; de las vistas aéreas y los frondosos bosques que pueblan las colinas de alrededor… y de sus precios económicos, que ayudan a disfrutar la ciudad a tope sin mirar demasiado el bolsillo. ¿Qué más incentivos se pueden tener para visitar la ciudad de los cinco sentidos?